La Jornada
Las movilizaciones de los productores de maíz, trigo y sorgo, en Sinaloa, Sonora, Tamaulipas y otras entidades, obedecen no sólo a factores climáticos o de precios internacionales. Revelan los procesos que están cimbrando a la agricultura global. Confirman el uso creciente de la alimentación como arma geopolítica de las potencias agroalimentarias contra países como México.
Los factores de carácter externo a nuestro país explican en buena parte por qué los productores de granos básicos, sobre todo del norte y occidente de la República estén demandando el incremento de precio a sus cosechas.
El gobierno estadunidense traza su política agroalimentaria unilateralmente, sin tomar en cuenta a sus socios comerciales, y la plasma cada cinco años en la Farm Bill. En el área del T-MEC no hay una política agrícola común, semejante a la que elabora la Unión Europea. Allá hay menos asimetría entre los países socios; acá, total asimetría.
Estados Unidos otorga grandes subsidios a los precios de sus granos y oleaginosas y deprime los precios internacionales. Luego utiliza los tratados comerciales para presionar que se les compren sus productos subsidiados, sacando de la competencia a los agricultores de las naciones socias comerciales. Circula un excelente estudio de Timothy Wise, Nadar contra la corriente (https://bit.ly/3CrPSsE), que documenta las tres décadas de dumping de productos alimentarios de Estados Unidos contra México. Resultados: deterioro de nuestra capacidad de producción de alimentos y elevación del índice de nuestra dependencia en granos y oleaginosas hasta 48 por ciento. Tan sólo entre 2014 y 2020, las exportaciones estadunidenses a México a precio dumping hicieron que los productores mexicanos de maíz perdieran 3 mil 800 millones de dólares y los de trigo 2 mil 100 millones.
No sólo nos presionan para comprarles grandes cantidades de granos. Se desentienden también de la calidad, y cuando México intenta poner límites, como con el maíz genéticamente modificado, vienen las ofensivas legaloides, como la que acaba de desatar en nuestra contra Estados Unidos, seguido por Canadá.
A esta forma estructural de proceder de Washington y de los gigantes del agronegocio, se suman dos factores recientes que agravan el problema agroalimentario mundial: la crisis sanitaria por la pandemia de covid-19 que deprimió la producción de alimentos, y la crisis energética y de insumos provocada por la guerra Rusia-Ucrania, que en un primer momento elevó los precios de fertilizantes, energéticos y alimentos.
Además, están los crecientes costos del equipo, refacciones, maquinaria y carestía del crédito agropecuario. Debe tenerse en cuenta el gran margen de intermediación de empresas como Cargill, Gruma y Minsa que compran barato a productores y venden caro sin arriesgar nada.
De no atenderse las demandas de los productores, se desestimulará la producción de granos básicos y oleaginosas en México e incrementaremos nuestra dependencia alimentaria ante Estados Unidos. Eso nos tornará más vulnerables políticamente, más débiles en lo político y nos hará menos saludables y más obesos. Nos vencerán con el arma alimentaria.
También en la Unión Europea hay una creciente inconformidad con la política agrícola común. La convergencia de las crisis y de la guerra ha hecho que los países se atrincheren en sus políticas particulares comerciales y agrícolas y contribuyan aún más a la distorsión del mercado alimentario global. Algunos sectores demandan construir una política agrícola (pero también) alimentaria común que reconcilie sociedad civil y agricultores, que permita una estabilización de los ingresos de los productores y de los precios a los consumidores. Una política que propicie una transición agroecológica sostenible. Plantean tres tipos de acciones:
Primero, aplicar herramientas de regulación económica y productiva para ordenar el mercado, constituir reservas estratégicas de alimentos y establecer ayudas contracíclicas a los productores. Segundo, establecer un marco de ingreso asegurado a los productores de básicos para consolidar la soberanía alimentaria y permitirles correr riesgos y hacer inversiones que incrementen sustentablemente sus capacidades de producir alimentos. Tercero, reorientar el consumo hacia los productos que vayan haciendo posible la transición agroecológica (https://bit.ly/3P8Nw9q).
El gobierno de la 4T ha hecho un importante esfuerzo por hacer justicia a los marginados agricultores de autoconsumo, sobre todo del centro y sur del país. Pero no es suficiente: la guerra alimentaria no declarada, el desgaste de los productores de granos del país, el bien de los consumidores y la seguridad nacional exigen la construcción de una política agroalimentaria más amplia e integral que nos lleve a aprovechar las capacidades de los grandes y los medianos productores y apoyar al máximo el desarrollo de las capacidades de producción de los campesinos.
En este agresivo contexto global, es necesaria una política de frente nacional. Debe convocarlo el Estado e incluir a campesinos, productores comerciales y consumidores, nadie se queda fuera. Se trata, primero, de aplicar políticas efectivas para estimular la producción de alimentos básicos y dejar de depender de importaciones y precios internacionales; meter en cintura a las empresas acopiadoras y compradoras que arreglan el mercado a su conveniencia; trazar conjuntamente una hoja de ruta para la transición agroecológica en la producción, en el consumo y la sustentabilidad de los recursos naturales. Si nuestros socios comerciales nos hacen la guerra con los alimentos, podemos construir pacíficamente una agroeconomía de guerra. Dialoguemos para hacerlo.
https://www.jornada.com.mx/2023/06/15/opinion/015a2pol