Autonomía o abandono de las comunidades

21 de abril 2025
Desinformémonos

Hace unos meses la abogada Evangelina Robles escribió algo que tenemos que poner en el corazón de nuestras reflexiones: “hablar en estos tiempos de defensa del territorio se vuelve difícil de explicar” y todavía más “entender las razones de colectivos campesinos que defienden una superficie de tierras para el bien común”. Proponer esta defensa, dice José Godoy, es exponerse a ser considerados enemigos por las instituciones, las transnacionales, los grupos de inversión y el crimen organizado, pues la lógica de transacciones continuas de todos éstos “pone las tierras, montes, aguas y la producción de mercancías agrícolas a manos de las corporaciones” de cualquier especie. Y expulsa tarde o temprano a miles y miles de personas de sus comunidades. La lógica corporativa e institucional, y la criminal, no atienden y no quieren entender la mirada propia de los pueblos. Siendo así ya no es ideológico invocar la autonomía, el autogobierno. Se volvió urgente. Porque en la visión de las comunidades la gente está abandonada, está sola y para un sinnúmero de cuestiones no hay quien responda a su llamado.
Llevamos años descarapelando las cubiertas que nos hacían entender el mundo como una articulación de países con relaciones políticas y mercantiles, con sus gobiernos que se encargaban, mal que bien, de cuidar a su ciudadanía, con esa visión de que quien se esfuerza logra y quien tuvo mala suerte (una historia desafortunada) sufre las consecuencias y tiene que vérselas con destinos difíciles.
Esta visión, tan ingenua o sesgada como nos la han remachado desde por lo menos el fin de la Segunda Guerra Mundial, quedó sin disfraz con la imposición de las reformas estructurales de los años ochenta. Desde entonces tales reformas han ido vomitando su desnudo final: catástrofes, zonas de sacrificio, temperaturas impensables, colapsos por intoxicación, calentamiento, envenenamiento, corrupción de los tejidos sociales, fragmentación de lo que otrora fueran núcleos campesinos, la imposición de una lógica de violencia imparable que se piensa obra de los cárteles, cuando que los cárteles son obra y desgracia de esa lógica mayor que es el “neoliberalismo”. Y éste tiene avidez de disfraces, faramallas, fatas morganas y sueños de galería comercial —aunque no se tiente el corazón para dejar correr los ríos de sangre sin los cuales no hay negocio.
En el nivel internacional, el neoliberalismo y sus “reformas estructurales” no ha terminado para nada. Trump anuncia aranceles y coerciona, y a la vez utiliza los instrumentos de desvío de poder que hereda del neoliberalismo. Los tratados de “libre comercio” son maleables y se tuercen a voluntad de quien detenta el poder, y por eso ahora, como bien señalan Attac Francia y bilaterals.org, se configura un escenario de “transacciones” [las entiendo como las negociaciones posibles, medio forzadas, medio apuradas, logradas bajo amenazas y coerciones, de caso por caso, de situación a situación]. Ése es el nuevo “libre comercio” que nunca fue realmente libre, ni comercio únicamente.
Mientras, como lo entrevió Mike Davis hace años, los tejidos sociales rurales y urbanos (comunicantes e interdependientes) se extreman mutuamente provocando y promoviendo un derruimiento que es el fundamento del capitalismo vampiro y suicida a la vez.
Hoy, ese rasgo del neoliberalismo que era el desresponsabilizarse de todo ya cocinó las condiciones para una descomposición bastante generalizada, un caldo cocinado con Un mundo feliz, 1984 y Blade-runner. Ahí las poblaciones están bastante solas: los pueblos originarios y afrodescendientes, las comunidades campesinas, serán enemigos por defender su forma de vida tradicional, su empeño en la subsistencia, pero sobre todo sus propias formas de tomar decisiones. Ya esto es escandaloso para las instancias de gobierno, por lo que se empeñan en frenar muchas de sus iniciativas.
En noviembre de 2024 la Red en Defensa del Maíz lo dijo con claridad meridiana: “Revindicamos nuestra comunalidad (y su responsabilidad). Celebramos lo propio, nuestro camino natural de relación con el suelo que pisamos. Cultivamos ese suelo y la esperanza. Tenemos mucha fuerza caminada, y con ella le hacemos frente a todo lo que son esas imposiciones. Entendemos que las leyes con que nos quieren someter son instrumentos de guerra contra los pueblos. Entendemos las consultas que hace el Estado como una forma más de escamotearnos la libre determinación y la autonomía”. En México, dicen los gobiernos en turno, se han conseguido derechos, incluso el derecho de ser “sujetos de derecho público”, pero los pueblos saben que incluso ahí hay una trampa. “Se dice que somos ‘sujetos de derecho’ —pero del derecho impuesto por ese Estado que niega nuestro camino y lenguaje natural”.
La Red en Defensa del Maíz insiste: “Hasta ahora los proyectos diseñados y promovidos por el Estado son impuestos para impulsar los intereses de las empresas. Las políticas públicas que nos imponen terminan siendo contrarias a lo que exigen las comunidades. Insistimos en que no es el Estado quien tiene que hacer los proyectos de los pueblos. Exigimos que el Estado libere los fondos y recursos necesarios para que, con nuestros modos, echemos a andar nuestros proyectos sin que medien sus funcionarios, sus operadores, sus administradores y sus extensionistas”.
Entonces, la criminalización de la resistencia, y en muchos casos la sola presencia de las comunidades en los territorios ambicionados por el crimen organizado o por la corrupción institucional, dispara respuestas violentas de los operadores de la “coerción y la transacción”. Aquí, con sus acciones y agencia, el universo de operadores de toda laya contradice nuestra proposición de que las comunidades están abandonadas. Hay un edificio muy vertical de políticas públicas específicas de gran diseño, y cargos particulares: de los funcionarios menores pero cruciales a nivel municipal (junto con las coordinaciones de programas sin fin), hasta los cargos de lo que se conoce como el sistema político nacional, como bien lo señala la Red. Estas personas en muchos casos fragmentan, socavan, desperdician, prohíben lo que las comunidades podrían proponer.
Y para quienes se desencuentran con ese escenario, está el atropello, el asesinato, la prisión, el reclutamiento forzado, la desaparición, que van cobrando miles y miles de almas —entre la represión institucional, la represión corporativa y la represión de los grupos criminales. Las comunidades las sufren todas. Están atrapadas en el líquido amniótico del despojo y el terror cotidianos, en el fermento de violencia que chupa de las raíces del miedo.
Ahí, literalmente, las comunidades están solas. No hay ni a quién recurrir. O sí. Pero cada adhesión a uno u otro lado está condicionada. Todo mundo exige cuota o servidumbre, favores, a cambio de decir que les van a dar un trato que no extreme las ya de por sí precarias situaciones que la gente sufre. Trump es el símbolo de un destape cínico de lo que ha ido urdiéndose desde fines de los ochenta y que la pandemia terminó por galvanizar sin que los pueblos se percataran (todavía hasta el 2001 tenían la esperanza de ser incluidos en derechos que hoy se les niegan o se les escamotean).
En nuestro país, la violencia ocurre en casi que todo el país. Guerrero, Jalisco, Chiapas, Michoacán, Tamaulipas, Veracruz, Morelos, Oaxaca, el Istmo, la Península de Yucatán, en Colima o Guanajuato.
En agosto de 2024, una cantidad impresionante de organizaciones indígenas y campesinas de todo el país, se preparaban para enfrentar sus diferentes situaciones, sabiendo que por lo menos juntas podrían hacer sonar la alarma y gritar la zozobra de lo que ocurre en este país. Dicen las comunidades: “En la mayoría de nuestros territorios, los cárteles criminales se han convertido en la mayor amenaza a nuestras posibilidades de existencia y a nuestros bienes naturales. Éstos tienen un poder político concentrado, siempre operan en clave de contrainsurgencia y niegan la autodeterminación y la autonomía de los pueblos y comunidades indígenas. En estos territorios ocupados los cárteles actúan muchas veces vinculados a grupos o caciques locales que conocen a las personas y la región, explotan las minas, talan clandestina e indiscriminadamente el bosque, cobran derecho de piso, obligan a los hombres jóvenes y adultos a incorporarse a sus filas para participar con ellos en todas las actividades criminales e incluso asesinar a sus hermanos. Fuerzan a las mujeres a darles de comer y cumplir sus caprichos. Instalan retenes y deciden sobre quién entra y quién sale, controlan el abasto de productos básicos e impiden su acceso a las cabeceras municipales. Amenazan, golpean y matan a quienes no quieren obedecerles y han realizado masacres y asesinatos de defensores de derechos humanos y de población inocente, de tal forma que comunidades enteras o personas señaladas tienen que exiliarse para salvar su vida, dejando sus viviendas, animales, cosechas y todas sus pertenencias […] las organizaciones criminales se adueñan de los bienes naturales de las comunidades, destruyen los bosques y los incendian, explotan las minas, roban combustibles, acaparan el agua, obligan a la población a defenderlos y les utilizan como escudo humano frente a sus enemigos”.
Es tan tremenda la situación que terminan diciendo: “Las autoridades estatales y federales minimizan la violencia o culpan a los pueblos de ella, sin admitir que fallan ante la principal responsabilidad del Estado que es garantizar la seguridad de la población”, dicen en el comunicado Alto a la violencia contra los pueblos y las comunidades rurales. “Mientras, las manifestaciones sociales fueron criminalizadas por el gobierno en tanto que el dominio del crimen organizado se amplió y se mantiene en la impunidad. Los intereses de las empresas se protegieron y toleraron sus violaciones ambientales y sociales”.
Esta violencia se suma al advenimiento de megaproyectos blindados por decretos que no pueden contravenirse, al control de las cadenas de suministro, a las ciudades de invernaderos de comestibles suntuarios de exportación, el desarrollo inmobiliario y urbanización salvaje, los basureros, las termoeléctricas, las zonas económicas especiales que son el corredor transístmico y el proyecto integral en la Península disfrazado de tren, el acaparamiento de tierras y el robo y envenenamiento del agua. La invasión de megagranjas y los agrotóxicos venenosos, “la inundación de tecnologías digitales para la agricultura, lo que implica dependencia, espionaje y mayor saqueo de minerales, tierras y agua”, dicen en su comunicado las organizaciones que protestan contra la violencia generalizada. Pero esa violencia es promotora de una depredación extrema, en esa depredación, pare hoy haber un enorme desperdicio de poblaciones que parecen sobrarle al sistema.
Lo que no termina por entenderse desde fuera es que el mecanismo de despojo ha sido permanente desde hace siglos. Ese mecanismo es la deshabilitación de las comunidades para someterlas a sumisiones y precarizaciones tan extremas que la gente termina expulsada de sus tierras, de sus territorios, o permanece sin la posibilidad de resolver lo que más les importa por medios propios, creativos, colectivos. Lo crucial para todas estas instancias invasoras y acaparadoras, de toda laya, es quitarle a las comunidades las renuencia para trabajar sometidas. La deshabilitación ha significado deshacer, deshilar, corromper o de plano obstruir o prohibir los mecanismos comunitarios “como la reciprocidad y la confianza; la responsabilidad que conduce la observación rigurosa en el cumplimiento del deber para el bien común, la crianza mutua y el diálogo, en tanto garantía de la vida y reproducción de todos en interconexión e interdependencia. No son valores en abstracto, son mecanismos en concreto, con reglas precisas de aplicación”, decían Dora Lucy Arias, Jean Robert, Fernanda Vallejo y Alfredo Zepeda, en el dictamen de la preaudiencia “Territorialidad, subsistencia y vida digna”, en el Tribunal Permanente de los Pueblos, Capítulo México, entre el 28 y el 30 de junio de 2013.
El extremo de esa deshabilitación es la expulsión que hoy arroja los millones de migrantes en el mundo. Más allá de que nos conmueva esta situación es una estrategia programada que se cumple provocando y luego administrando corredores de movilidad, o desapareciendo a miles de personas que o están reclutadas por la fuerza o fueron sacrificadas para cumplir la mezquindad de personajes oscuros y viles. “Si bien las cifras varían, según una estimación realizada por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en 2005, alrededor de 2.4 millones de personas son víctimas de la trata en un momento dado, y las ganancias que reporta ese delito ascienden a unos 32 mil millones de dólares por año. Sin embargo, las estimaciones más recientes sobre las tendencias generales del trabajo forzoso indican que el alcance del problema es mucho mayor.
Ya no puede ocultarse un tráfico de personas a las que tienen que desplazar de un lado al otro, vaciando o colocando grupos humanos en lugares de “estacionamiento” que pueden ser hoteles, campamentos o centros de detención, inaugurando una movilidad humana inespecífica, a veces permanente, para personas o familias que merecerían derecho de asilo, pero que son tratados como excrecencias no deseadas y que le avientan a otro país a que sus gobiernos lidien con el problema, bajo coerción, aunque los funcionarios del país en cuestión insistan en que es algo pactado, que se trata de “un favor al gobierno estadunidense”.
Si de por sí las cárceles privadas son un síntoma impensable del viaje al “sueño/pesadilla americano”, en esta nueva modalidad a los “migrantes” les detienen, les niegan sus derechos y se les trata como delincuentes. Ahora Costa Rica y Panamá han accedido a servir de “limbos” para cumplir los designios de EUA.
En México la migración ha sido un elemento de resistencia ante la inmovilidad de las condiciones que pesan sobre la gente y a la vez y paradójicamente son un síntoma de la deshabilitación extrema que se cierne sobre las comunidades. Es el oficio de jornaleros una bisagra entre la sabiduría campesina y la experiencia del viaje. Pero esta otra ominosa migración que viene del sur, aventada por las terribles condiciones de violencia, precariedad y terror parece un vaciamiento de territorios, por prescripción, como en el caso de Honduras o el extremo de Haití. Y ésta llega y desarticula los espacios mexicanos creando situaciones insostenibles.
De acuerdo con datos de UNDESA disponibles en DataMIG, la población migrante en América Latina y el Caribe casi se duplicó en 10 años pasando de 8.3 millones a 14.8 millones de personas. “Casi un sexto de esta población vive en Argentina seguida por Brasil, Chile, Colombia, México y Perú, que albergan a más de un millón de inmigrantes cada uno”.
Los datos sobre la violencia cotejan lo anterior: tan sólo en 2024, se registraron 26,715 homicidios, lo que significa 70 asesinatos diarios, según datos de Almudena Barragán para El País. En este recuento suponemos que están todos los homicidios. Pero nosotros queremos saber de los asesinatos de activistas, periodistas, buscadoras y buscadores de la gente desaparecida. Y asesinatos de jóvenes utilizados de diversos modos por los grupos criminales.
Si ya para 2023 se habían contabilizado 5,696 fosas clandestinas en 570 municipios del país, de las cuales tan sólo en el sexenio de López Obrador se encontraron 2,864 fosas de ese total.
De acuerdo a Infobae, el 6 de noviembre de 2024 el número de personas desaparecidas era de 117 mil 524, mientras que al corte del 21 de marzo de 2025 la cifra creció a 125 mil 232, es decir, 7 mil 708 víctimas más. Sólo un día después (22 de marzo), el número de reportes creció a 125 mil 301, 69 casos en sólo 24 horas.
Ante este panorama, los pueblos no sólo se quejan. Remontan lo más posible su condición y promueven la defensa de la tierra y su territorio: no sólo defienden parcelas sino sus lugares de encuentro y sentido. Proponen comunalidad, responsabilidad, y luchan contra el aislamiento de implícito en la idea de “individuos”. Luchan contra la propiedad intelectual, contra la privatización las semillas, contra la biopiratería, los OGM, las biotecnologías, la edición genómica y la digitalización de la agricultura. Las comunidades dicen: “Guardar, compartir y sobre todo seguir sembrando y reproduciendo nuestras semillas es crucial para un futuro campesino autónomo”.
Sigue estando presente el lema de los Flores Magón y Zapata “Tierra y Libertad” en “territorio y autonomía”, lo que expresa un sentimiento y no sólo una reivindicación. El sentimiento profundo de que los sistemas atentan contra los pueblos y las comunidades.
La otra cara de la moneda es la comunidad, la memoria territorial, y la idea de que las asambleas pueden ser la máxima autoridad de colectivos, es lo que ha defendido los espacios campesinos e indígenas y afrodescendientes y su entorno, con gran claridad. Como hemos dicho, México es el único país que cuenta con el 50.8% del territorio nacional (no sólo la tierra agrícola) en manos colectivas, comunitarias o ejidales. Eso tiene una marca muy fuerte a la hora de la resistencia.
La búsqueda de la autonomía, comenzando por la autonomía de municipios y comunidades en territorio zapatista de Chiapas (que por lo menos cumple también 30 años), es vigente en diversas zonas del país de Oaxaca a Baja California, y sus luchas por que les entreguen presupuestos para ejercer los supuestos derechos, tienen enfrascadas a variadas comunidades que no nombraremos para no ponerlas bajo la lupa. Y hay muchas más de lo que se sabe, a veces ejerciendo gobiernos autogestionarios barrio por barrio.
Y aunque en muchas partes las siembras disminuyan porque la gente se fue, o porque las y los jóvenes se dice que ya no quieren el campo, la centralidad del maíz y la milpa corresponden con la integralidad de la resistencia y la autogestión. Desde esos enclaves, esos ámbitos resuenan y confrontan la integralidad brutal de las crisis combinadas que en estos treinta años caen sobre las comunidades en México.
https://desinformemonos.org/autonomia-o-abandono-de-las-comunidades/